
“Trae de lejos Mis hijos, y Mis hijas de los confines de la tierra… para gloria mía los he creado.” Isaías 43:6-7
Dios nos creó para magnificar Su grandeza. Así como un telescopio amplía la belleza de las estrellas en el cielo, nosotros hemos sido diseñados para poner de manifiesto la gloria de nuestro Creador. La gloria de Dios se manifiesta plenamente cuando nos deleitamos en todo lo que Él es. Esta satisfacción no solo glorifica a Dios, sino que también nos llena de propósito y significado.
Si Dios nos creó para Su gloria, debemos preguntarnos: ¿Cómo estamos viviendo? Está claro que nuestra primera obligación es mostrar el inmenso valor de Dios en nuestra vida. Sin embargo, la Escritura nos advierte: “Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23) ¿Qué significa “estar destituido de la gloria de Dios”? Significa que hemos dejado de confiar en Él, de valorarlo adecuadamente, y hemos buscado nuestra satisfacción en otras cosas. Esta es la esencia de la idolatría, porque hemos dado más valor a lo temporal que a lo eterno (Romanos 1:21-23). Desde la entrada del pecado en el mundo, hemos sido reacios a reconocer a Dios como nuestro mayor tesoro. Este rechazo es una ofensa intolerable a Su grandeza (Jeremías 2:12-13). La consecuencia de esta transgresión es clara: “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23) Al menospreciar la gloria de Dios, manifestamos ingratitud, desconfianza y desobediencia. Por lo tanto, Dios actúa con justicia al negarnos el placer de Su gloria por toda la eternidad. “Sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de Su poder” (2 Tesalonicenses 1:9)
Escúchame bien, el infierno no es un mito; es una realidad aterradora que debemos tomar en serio. No obstante, hay esperanza en medio de esta dura realidad. “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Timoteo 1:15) Las buenas nuevas son que Cristo murió por nosotros, los pecadores, y resucitó físicamente, validando el poder salvador de Su sacrificio y abriendo las puertas a la vida eterna y al gozo (1 Corintios 15:20). Esto significa que Dios puede absolver a los culpables y seguir siendo justo (Romanos 3:25-26). “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18) Aquí está la clave: de esta reconciliación con Dios surge nuestra verdadera satisfacción. “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:19) El arrepentimiento implica rechazar las promesas engañosas del pecado. Jesús nos ofrece una promesa maravillosa: “El que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Juan 6:35) No podemos ganar nuestra salvación, no la merecemos. La salvación es un regalo de gracia, recibido por medio de la fe (Efesios 2:8-9). Pero debemos valorarla por encima de todas las cosas (Mateo 13:44). Cuando así lo hacemos, se cumple el propósito divino para la creación: Él se glorifica en nosotros, y nosotros nos satisfacemos en Él para siempre.
Oremos: Señor, Tú ofreces misericordia, y ninguno de nosotros podría escogerte a menos que Tú nos des el querer hacerlo. Necesitamos de Tu gracia para vivir. Libera mi alma de las promesas engañosas del pecado. Sálvame, oh Señor, de la culpa, el castigo y la esclavitud. Ayúdame a confiar en Ti, inclina mi corazón a Tu camino y guíame hacia Ti, para que yo pueda amarte sobre todas las cosas. Amén.
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