
Solamente dos personas tenían el potencial de ser padres perfectos. Creados a imagen de Dios, se les dio el gran encargo de “fructificar y multiplicarse, llenar la tierra y señorearla” (Gen. 1: 26-28). Debían criar hijos que llevaran la misma imagen, viviendo en gozosa obediencia a Dios. Al crecer su familia, también los límites del Edén crecerían y toda la tierra se convertiría en un jardín lleno de descendencia que reflejaría la gloria divina. Pero Adán y Eva fallaron en ser aquello para lo que fueron creados. Su desobediencia les llevó a la realidad del dolor de la paternidad –el dolor de los pecadores dando a luz a pecadores. Dios también tuvo otro hijo, la nación de Israel. Les sacó de esclavitud y les dio Su amorosa ley para que pudieran vivir como Su posesión valiosa en el hogar que Él les había provisto en Canaán. Pero ellos también se negaron a obedecer. Como un padre con el corazón roto, el Señor habla a través del profeta: “Hijos crie y los hice crecer; mas ellos se han rebelado contra mí… mi pueblo no conoce no tiene entendimiento de mi cuidado de ellos… generación de malvados, hijos corrompidos han abandonado al SEÑOR” (Isaías 1:2-4).
De la paternidad de Dios podemos decir: Adán y Eva habitaron un ambiente perfecto, pero aún el hogar más ideal no protege a los hijos de la atracción a la maldad. Ellos sabían lo que sucedería si comían del árbol del conocimiento del bien y del mal, oír las advertencias de Dios no asegura que los hijos harán caso. Israel tenía le ley de Dios: tener la palabra de Dios comunicada claramente no le da a un hijo el poder para obedecerla. El Padre de Israel les dio un hogar y una tierra de abundancia y seguridad. La provisión generosa no siempre inspira a una devoción agradecida. Adán y Eva fallaron en obedecer la palabra que Dios les había hablado, Israel fallo en obedecer la palabra de Dios escrita para ellos. Cada uno desperdició la bendición y oportunidad, cada uno subestimó la gracia que se les otorgaba. Y en ocasiones nuestros hijos hacen lo mismo. La responsabilidad por fallar en prestar atención a lo que fue dicho, dado y prometido pertenecía a Adán y Eva y a Israel, no a Aquél que habló y dio y prometió. Mamá y papá, no asuman que es un fracaso de su parte el que su hijo no se arraigue en aquello que se le ha extendido en Cristo.
Jesús personificó todo lo que Israel estaba destinado a ser, Él era todo lo que Dios quería en un Hijo. En Su obediencia perfecta, Él hizo aquello en lo que Adán falló, e Israel nunca pudo hacer ¿Qué significa esto para padres como nosotros? Significa que encontramos compañerismo con nuestro Padre en los cielos, Él conoce el gran gozo de tener un hijo que es todo lo que Él siempre quiso –uno que obedece perfectamente, ama sacrificialmente y lo refleja gloriosamente. Pero Dios también sabe el gran dolor de tener hijos que se niegan a obedecer, que fracasan en amar, y que están destituidos de Su gloria. Él no apunta su dedo hacia los padres o hijos que luchan, Él se acerca. Él es un refugio seguro cuando la crianza se vuelve y permanece difícil, Él comprende. Como padres, encontramos esperanza en el Hijo, creyendo que Su perfección cubrirá todas nuestras imperfecciones. En Él experimentamos una abundancia de gracia que se derrama sobre nuestros hijos. Al permanecer en Él, nos conformamos más a su imagen, de manera que podamos pastorear a nuestros hijos como nosotros somos pastoreados por Él. Y debido a que sabemos que todo el juicio que merecemos fue cumplido en Él, podemos ser honestos en nuestras fallas como padres, confiados en que no hay condenación para aquellos escondidos en Cristo. La travesía de los padres dura toda una vida, y no se trata de hacer todo correctamente, se trata de una dependencia en la gracia del Único que ha ejercido la paternidad perfectamente.
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