
Si las instituciones concedieran un premio al de «menos probabilidad de éxito», casi con toda seguridad Jesús habría sido el favorito para el premio. Nació fuera del matrimonio, de una madre sin renombre (Lucas 1-2), fue adoptado por un simple carpintero llamado José de Nazaret y todo el mundo sabía que de Nazaret no podía salir nada bueno (Juan 1:46). No tenía majestad externa ni aspecto hermoso que lo hiciera deseable (Isaías 53:2) y ni siquiera tenía un lugar donde recostar la cabeza (Mateo 8:20). Por si todo esto fuera poco, murió de la forma más vergonzosa que se pueda imaginar, como un criminal convicto por medio de la crucifixión (Juan 19).
El éxito de Jesús no se mide según el criterio del mundo porque Jesús no es de este mundo. El éxito o el fracaso de Su vida no puede evaluarse según los estándares del mundo, porque la vida que vivió y el Reino que construye no son de este mundo. Pero al no ser de este mundo, Jesús es el perfecto Salvador para este mundo. Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba cuando se aferraron a la igualdad con Dios, fue Jesús quien puso al mundo patas arriba cuando «no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse». Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba al envanecerse de orgullo, fue Jesús quien enderezó al mundo cuando «se despojó a sí mismo tomando forma de siervo». Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba al desobedecer el mandamiento de Dios, fue Jesús quien lo enderezó «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2:6-8).
El hombre más exitoso que jamás haya existido parecía un fracaso a los ojos del mundo, pero a los ojos del Padre era un verdadero éxito, y el Padre «le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre» (Filipenses 2:9). La cruz es necedad para los gentiles y piedra de tropiezo para los judíos. Pero para los que son salvos, es la definición del verdadero éxito (1 Corintios 1:18, 22-24).
Tomado de: Ministerios Ligonier
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