
“Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo: Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” Mateo 5:1-3
Es imposible que el alma del ser humano pueda ser satisfecha con cosas materiales porque, en esencia, somos seres espirituales. Buscar la felicidad a través de nuestros sentidos, intentando saciar nuestro vacío con placeres temporales, nos llevará a una vida de constantes frustraciones. Podemos disfrutar de un festín, divertirnos en buena compañía o dejarnos llevar por una hermosa melodía, pero esas son solo evasiones momentáneas. La realidad es que el alma seguirá vacía, porque no fue diseñada para ser saciada con adornos de este mundo.
Cuando comenzamos a ver nuestra vida a través de la luz de la Palabra de Dios, nos damos cuenta de nuestra carencia espiritual. Nos convencemos de que no tenemos nada por nosotros mismos y que no podemos salir de esta condición de miseria. Cuando la gracia de Dios nos confronta, nos damos cuenta de la pobreza espiritual en la que estamos sumidos. Dios, en Su misericordia, nos permite ver nuestra incapacidad para llenar nuestra alma por nosotros mismos. Es en el momento en que somos convencidos y reconocemos nuestra verdadera condición, que estamos en el umbral de la bienaventuranza. Cristo dice: “Felices aquellos que conocen su propia impotencia, que saben que no son nadie, que carecen de justicia propia”. La verdadera felicidad no viene de nuestros logros o posesiones, sino de reconocer que nada de lo que tenemos puede sostenernos ante la santidad de Dios.
Cuando vemos nuestra vida a la luz de la grandeza de Su santidad, nos damos cuenta de que, sin Él, somos miserables. Solo la gracia de Dios puede convencernos de nuestra miseria y solo siendo conscientes de nuestra miseria podremos contemplar a Cristo como “la perla de gran precio”. Él debe ser nuestro todo, no simplemente una figura decorativa sin mayor trascendencia en nuestra vida. Por eso, hermanos, si alguno de nosotros con sus labios dice “seguiré a Cristo”, pero en su corazón guarda un “pero”, es una clara indicación de que aún no ha experimentado esta gracia transformadora. La verdadera renuncia que pide el Señor proviene de un corazón quebrantado, dispuesto a soltar todo lo demás para aferrarse a Cristo con mayor fuerza. Hoy te pregunto: ¿Has llegado a ese punto de reconocimiento? ¿Estás listo para dejar atrás todas las esperanzas que el mundo te ha vendido y abrazar la verdad de que solo en Cristo encontrarás la verdadera satisfacción? Esta es la invitación de Jesús a cada uno de nosotros.
Oración: Oh, cuán grande es Tu misericordia, Dios. Cuán inmensa es Tu bondad que nos viste perdidos en nuestros pecados y levantaste nuestro pesado yugo. Nos has enviado un Gran Salvador, que es Jesús el Señor. Gracias por Jesucristo, quien es la respuesta a todas nuestras preguntas y el remedio para nuestra condición. En esta mañana, te suplicamos que en tu misericordia obres en aquellos que aún tienen la esperanza puesta en su propia justicia. Llévales a humillarse ante Ti, permite que reconozcan su pecado y clamen a Ti por misericordia. Que puedan experimentar la verdadera bienaventuranza que solo se encuentra en el reconocimiento nuestra miseria natural. Amén.
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