
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” Mateo 22:39b
La familia es creación de Dios. Fue Él quien nos hizo varón y hembra y nos juntó para que de esa unión viniese una descendencia que le glorificara (Malaquías 2:15). En la creación Dios dignificó al hombre y a la mujer haciéndolos a Su imagen y conforme a Su semejanza. Pero lastimosamente el pecado no sólo hizo separación entre Dios y nosotros, sino que en la medida en que esa separación se amplía más se distorsiona la imagen del Creador en nosotros. Por Su misericordia, a pesar de la caída, todavía conservamos esa tendencia natural de amar a quienes nos aman (Mateo 5:46-47).
Pero existe una realidad trágica que poco a poco se agudiza más, y es que cuando el pecado en nosotros sigue su curso, ese amor que fue plantado en nosotros para fluir naturalmente puede verse anulado por la soberbia y el egoísmo y de este modo la familia es destruida. Tal como lo describe Pablo a Timoteo, los últimos tiempos estarán marcados por la presencia cada vez más creciente de personas amadoras de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios (2 Timoteo 3:2-4) Tristemente esta es una tragedia que ya estamos viviendo, y es por ello que como nunca antes necesitamos vivir el amor cristiano. Iglesia no podemos permitir que argumentos que van en contra de lo que Dios ordena respecto a lo que es el amor, el gobierno en el hogar y la crianza de nuestros hijos encuentren un lugar en nuestro entendimiento para plantarse en él. En la medida que avanzamos a ese tiempo final debemos ser más conscientes de que separados de Cristo NADA podemos lograr, que es plantados y dependiendo de Él que podemos ser bienaventurados (Juan 15; Salmo 1) el amor con el que Dios nos pide amar a ese prójimo que hallamos en nuestros hogares (cónyuge, hijos, padres, hermanos) no nace de nuestras fuerzas humanas, ni de nuestra voluntad, sino que brota del corazón de Cristo, quien fue crucificado por amor a nosotros.
El amor natural, muchas veces, es solo una extensión del amor propio. Pero en la cruz, se nos infunde un amor sacrificial que nos llama a poner a los demás por encima de nuestras propias aspiraciones. Cada vez que fallamos en amar a nuestro conyugue, padres, hermanos o seres queridos, en realidad hemos sido vencidos por nuestra resistencia a abrazar a Cristo crucificado con una fe viva… La familia no es una construcción social producto de la evolución sapiencial del ser humano, no, la familia con todas sus relaciones y mandatos es creación de Dios y lo hizo con un propósito: mostrarse a Sí mismo en toda Su plenitud y mostrar la unión indisoluble de Cristo y Su iglesia. Es por ello que la Escritura nos exhorta: las esposas deben someterse con respeto a sus esposos, y los esposos, deben amar con humildad y sacrificio a sus esposas, tal como Cristo entregó Su vida por Su iglesia. Cuando un matrimonio se basa en esa entrega, se convierte en un espacio donde la gracia y la presencia de Dios se manifiestan. Entendamos: el matrimonio no existe solo para nuestra satisfacción personal, sino para la gloria de Dios. Somos colaboradores en Su propósito, cuando amamos a nuestro conyugue como Dios demanda.
Y a partir de esta relación continuamos hacia nuestros hijos, amándolos como Dios quiere que los padres amen a sus hijos ¿Cómo espera Dios que yo ame a mis hijos? Criándolos en la disciplina e instrucción del Señor. Y esa palabra disciplina no viene de castigo sino de discípulo… padres, estamos llamados a enseñar a nuestros hijos todos los días la Palabra de Dios con pasión y amor; a interceder y adorar en el hogar; y a proteger y guiar con justicia, para que en nuestros hogares se refleje el orden que Dios para la familia (Deuteronomio 6:6-7) lo demás que podamos hacer por ellos es añadidura, por tanto, no dejemos de hacer lo que es irremplazable e indispensable por aquello que no lo es. Seamos fieles a este llamado, pero tengamos siempre presente que, solo Jesucristo puede salvar y transformar (1 Timoteo 2:5-6). En cuanto a los hijos, el amor de un hijo hacia sus padres se expresa en la sumisión reverente y en la obediencia (Efesios 6:1-3). Pero esa honra solo puede ser verdadera cuando está arraigada en la fe en Jesucristo. Por ello en la medida en que crecen nuestros hijos, deben aprender a confiar en el amor de Dios y a tomar su fuerza de Él.
Así, la relación con sus padres se fortalece, y el amor que fluye de Cristo en sus corazones les permitirá vivir en libertad, responsabilidad y madurez. Cuando esos hijos dejen de ser niños y pasen a ser adultos incluso con sus propios hogares, esa separación no implica un alejamiento en el amor, sino un paso de fe, de confianza y de apoyo mutuo. Los padres deben acompañar en esta etapa de la vida a sus hijos con sabiduría, sin controlar, y siempre con amor, interesándose por la obra de Dios en sus vidas, siendo consejeros fieles (Éxodo 18:7-9; 1 Timoteo 5:8). Los hijos siendo adultos, no deben olvidar su deber de honrar y amar a sus padres, incluso en su vejez. La gloria de Dios se manifiesta cuando honramos a quienes nos dieron la vida, y transmitimos esa fe perseverante a las generaciones siguientes.
Amada Iglesia, caminar en amor en la familia es una labor que Dios nos llama a hacer con fe, perseverancia y humildad. Solo en Él encontramos la verdadera raíz del amor y la gracia necesaria para sostener nuestra casa y llevar adelante la misión que Cristo nos encomendó: ser luz y testimonio de Su amor en medio del mundo. Que el Señor nos bendiga y nos fortalezca, y que en cada hogar se refleje la belleza del amor de Cristo, que todo lo cubre, todo lo soporta y nunca deja de ser. Amén
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Amén
Amén.