
La humanidad, desde su caída, ha tratado de negar la realidad de su pecado. En nuestros días muchos han adoptado la visión del contractualismo que enseña que nacemos siendo buenos y que la sociedad nos corrompe. Sin embargo, la Biblia nos confronta con una verdad más profunda y honesta: por naturaleza, estamos inclinados al mal y necesitamos el arrepentimiento y la gracia de Dios para ser restaurados. La experiencia cotidiana confirma esto. Un niño, incluso desde sus meses de vida, revela una tendencia innata hacia la desobediencia, la independencia y la autosuficiencia; actitudes que solo pueden entenderse en el contexto de la corrupción original del corazón humano, tal como enseña Jeremías 17:9: “Engañoso es el corazón, más que todas las cosas, y perverso; quién podrá entenderlo”.
En el principio mismo de nuestra historia, en el relato de la creación en Génesis 1 y 2, vemos a un Dios perfecto que creó un mundo perfecto. Adán y Eva fueron hechos a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:27), criaturas llenas de creatividad, amor y alegría, viviendo en comunión con su Creador en un jardín de paz, sin enfermedad, sin dolor ni lágrimas. La única regla que Dios les dio fue no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal (Génesis 2:17), una orden por amor, una oportunidad para demostrar su confianza y amor a Dios. No era una restricción por capricho, sino un acto de misericordia y amor, pues Dios no quiso que permanecieran en un estado autómata, sino que eligieran amarlo voluntariamente. Dios nos ofreció el bien, y nos permitió el poder de elegir, no para que seamos robots, sino para que el amor que le ofrecemos sea genuino, voluntario, y probado en la libertad. El amor auténtico requiere de elección, y Dios en Su misericordia nos dio esa libertad de escoger, también con la capacidad de caer en la desobediencia. La Biblia nos muestra en Génesis 3 cómo Satanás, aquel que fue expulsado del cielo por su rebelión (Isaías 14:12-15; Ezequiel 28:12-19), destruye la relación entre Dios y Sus criaturas, llevando a Adán y a Eva a desobedecer lo que Dios ordenó y a confiar en la mentira del engañador.
Desde ese momento, la corrupción y el pecado entraron en la historia humana. La caída no solo trajo consecuencias físicas, sino que rompió la justicia perfecta de Dios y dejó al corazón humano en la miseria espiritual, como dice Romanos 3:10-12 “No hay quien haga lo bueno; no hay ni uno… todos se desviaron”. La rebelión contra Dios, por pequeña que parezca, es una traición. La serpiente, a través del engaño, llamó a la humanidad a confiar en su propia sabiduría y a buscar su propia gloria en lugar de buscar la gloria de Dios. Y todos, en mayor o menor medida, hemos caído en esa misma tentación: buscamos satisfacción en ídolos, en el pecado, en nuestro orgullo, en nuestra autosuficiencia. La realidad es que, si estuviéramos en los zapatos de Eva, nosotros haríamos lo hecho lo mismo. La Biblia nos revela una verdad incómoda pero necesaria: todos somos pecadores. “Todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). La miseria del ser humano se refleja en nuestro corazón, en nuestras decisiones y en nuestro carácter caído.
Pero Dios, en Su infinita misericordia, no nos deja en esa condición. La Biblia nos da una esperanza desde el principio de la historia. Después de la caída, en Génesis 3:15, Dios anuncia la victoria futura: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar”. Es la primera promesa del evangelio, una esperanza que apunta a Cristo, quien vendría para vencer al maligno y restaurar lo que se había quebrantado. La obra redentora de Cristo no solo prueba la misericordia de Dios, sino que también demuestra que, aunque somos miserables por nuestra naturaleza caída, en Cristo somos hechos nuevos y podemos tener esperanza de vida eterna. Como dijo Martín Lutero, “El pecado no ha destruido por completo la imagen de Dios en nosotros, sino que la ha oscurecido y corrompido, de modo que solo en la gracia de Cristo podemos volver a ser verdaderamente humanos”.
Reconocer nuestra miseria es fundamental para entender la magnitud del amor de Dios en Jesús. La Biblia nos invita a examinar nuestro corazón con humildad, reconociendo que sin la gracia de Dios estamos destinados a la destrucción. Pero también nos llama a mirar hacia la cruz, donde Cristo tomó nuestro lugar, pagando por nuestro pecado y dándonos acceso a la justicia y la vida eterna. No somos salvos por nuestra bondad o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia soberana de Dios, recibida por fe en nuestro Señor Jesucristo (Efesios 2:8-9). Conocer nuestra miseria debe producir en nosotros un corazón humilde, arrepentido y agradecido. La gracia de Dios, en Cristo, nos limpia, nos renueva y nos da un nuevo comienzo. Y en esa transformación, podemos vivir con propósito y esperanza, sabiendo que no estamos solos en nuestra lucha contra el pecado, sino que en Cristo tenemos un Salvador que nos sostiene, nos perdona y nos capacita para vivir según Su voluntad.
En conclusión, reconocernos miserables no es un acto de derrota, sino de sabiduría espiritual. Es aceptar la verdad de nuestra condición caída y abrir nuestro corazón a la gracia que solo Cristo puede dar. Es cierto, el pecado ha deformado el corazón del hombre, pero en Cristo hallamos la restauración y la verdadera libertad. Que esta verdad nos lleve a humillarnos delante de Dios, a depender de Su gracia y a vivir en la esperanza segura de Su promesa de redención futura. Solo en esa misericordia encontramos la verdadera libertad y el camino hacia una alegría eterna. Oh Señor concédenos un corazón capaz de maravillarse con Tu gracia, y un corazón sabio para reconocer que separado de Ti nada podemos hacer. Amén
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Amén