
“Sea de una forma u otra, el amor de Cristo nos controla. Ya que creemos que Cristo murió por todos, también creemos que todos hemos muerto a nuestra vida antigua. Él murió por todos para que los que reciben la nueva vida de Cristo ya no vivan más para sí mismos. Más bien, vivirán para Cristo, quien murió y resucitó por ellos” 2 Corintios 5:14-15 NTV
El amor de Cristo nos envuelve de una manera que transforma la manera en que entendemos nuestra identidad y nuestra misión. No se trata simplemente de aceptar intelectualmente que Jesús murió por todos, sino de experimentar de manera personal y profunda que Su muerte nos ha alcanzado también a cada uno de los que hemos creído en Él. Cuando comprendemos que Cristo murió por todos para que todos muriésemos a nuestro viejo hombre, la narrativa de nuestra existencia cambia radicalmente: ya no vivimos para nosotros mismos, sino para Aquel que murió y resucitó por nosotros.
Ser cristiano, en la vida diaria, es permitir que ese amor nos domine hasta convertirse en la fuerza que da forma a cada decisión, cada deseo y cada relación. Este dominio no es una opresión, sino una liberación: somos liberados de las lealtades que compiten con la primacía de Cristo en nuestra vida para vivir exclusivamente para Su gloria ante un mundo que a menudo nos pide priorizar aquello que es “políticamente correcto”, pero que no puede sostener nuestras almas como solo puede hacerlo la cruz. Pablo nos señala que la muerte de Cristo fue la muerte de todos por quienes Él murió, esta verdad no puede quedarse como un mero postulado teológico, sino que debe tener un impacto decisivo sobre nuestro vivir cotidiano, porque ser un cristiano no es solo una creencia que se materializa al repetir una oración, sino que implica una aceptación profunda de que hemos muerto con Cristo y que ya no vivimos para nuestra propia complacencia ¿Estamos listos para que esa afirmación resuene en lo más íntimo de nuestro ser hasta que se convierta en una forma de vivir? La respuesta, cuando nace en el corazón, se traduce en una obediencia que no es forzada sino gozosa, en una entrega que no es una renuncia sin esperanza sino un paso hacia la vida que ya nos pertenece por gracia, porque el amor de Cristo nos controla de una forma que nos libera en lugar de anular nuestra voluntad.
En esa experiencia, surge una vida que refleja al Cristo resucitado que murió por nosotros y que, por medio de Su resurrección, nos da la posibilidad de vivir en comunión con Él. No se trata solo de creer una verdad teológica, sino de experimentar la realidad de estar bajo el gobierno de ese amor, de experimentar que cada latido y cada decisión están atravesados por la conciencia de que Cristo me amó y dio Su vida por mí. Este entendimiento profundo no admite una mera religiosidad; sino que llama a una transformación radical que se manifiesta en nuestras metas, en la calidad de nuestras relaciones y en la dirección de nuestras prioridades. La vida cristiana, entonces, se plantea como una práctica constante de dar el primer lugar a Dios y vivir para Su gloria cueste lo que cueste. Cada decisión, por pequeña que parezca, puede ser un acto de obediencia que revela si estamos viviendo para la gloria de Cristo o para nosotros mismos.
Pero esta transformación de motivaciones no es un logro instantáneo; es un proceso continuo de rendición diaria ante la cruz, aunque seguimos luchando contra el pecado y enfrentando limitaciones humanas, no nos conformamos y rogamos por la gracia que sostiene y perfecciona a los creyentes. Nuestra vida, moldeada por el amor que nos movió a morir al viejo hombre, apunta a una finalidad mayor: que la gloria de Cristo permanezca en el centro de todo y que nuestras acciones manifiesten ese amor encarnado ante un mundo sediento de verdad. En medio de la lucha, nuestra confianza se afianza en la certeza de que no vivimos para nosotros, sino para Aquel que nos amó y se entregó por nosotros, y esa realidad nos sostiene con una esperanza capaz de atravesar toda circunstancia.
Oración: Padre celestial, gracias por mostrar en la cruz que Tu amor no es una idea lejana sino una fuerza que gobierna nuestras vidas. Ayúdanos a creer con el corazón que, en la muerte de Cristo, también vivimos nuestra muerte al viejo hombre y nacemos a una vida nueva para gloria de Tu nombre. Concédenos gracia para responder con un sí decidido a Tu llamado, para que, movidos por Tu amor, vivamos para la gloria de Tu Hijo y para la extensión de Su reino. Que cada día sea una oportunidad no desperdiciada para demostrar que no vivimos para nosotros, sino que vivimos para la gloria Aquel que murió y resucitó por nosotros. Amén.
Añadir comentario
Comentarios
Amén, perfeccióna tu amor en nosotros tus hijos.
Amén