“No tratamos de agradar a nadie, sino sólo a Dios, pues Él examina todo lo que sentimos y pensamos. Nunca hemos querido que ustedes, o que otras personas, nos traten como a gente importante” 1 Tesalonicenses 2: 4b, 6 TLA
La libertad de Pablo frente a la búsqueda de reconocimiento humano le permitió abandonar la adulación y la simulación, y así, con la misma claridad, proclamó el evangelio sin reparos. Esta libertad no nace de una estrategia humana, sino de una obra de la gracia: al estar liberado de la necesidad de aprobación y de la esperanza de gloria humana, Pablo quedó libre para ser audaz en su servicio a Cristo. No era un desprecio a las personas, sino que la seguridad de haber recibido de Dios la aprobación definitiva, le capacitó para trabajar con esmero, incluso de día y de noche, para no ser gravoso a nadie y de ese modo poder anunciar el mensaje sin condicionamientos.
La pregunta que surge es: ¿qué debe ocurrir en nuestro interior para que esa audacia se haga realidad en nuestra vida? En primer lugar, debemos enfrentarnos a dos amores que entorpecen la fe: el deseo de aceptación y alabanza humana, y el anhelo de las comodidades y seguridades que ofrece la riqueza. Si estos lazos continúan firmes, la valentía se ve coartada; si, por el contrario, somos liberados de ellos, la confianza en Dios nos impulsa a vivir con integridad ante el mundo. Así como Pablo, debemos aprender a depender de la aprobación de Dios en lugar de la aprobación de las personas. Esa seguridad divina es la que sostiene al cristiano cuando la oposición golpea y cuando somos tentados a honrar la fama o la seguridad más que la fidelidad al Evangelio. La libertad interior resulta en un ministerio audaz: hablar con claridad, vivir con integridad y renunciar a cualquier plan que busque encajar la fe en moldes humanos.
La vida de una congregación que busca ser fiel al Señor requiere valentía que nace de la comprensión de que la aprobación última no proviene de la opinión de los hombres, sino de Dios. Cuando nuestra identidad está en Su elección y no en la estimación de otros, dejaremos de calcular el costo para evitar la incomodidad y empezaremos a invertir en la proclamación del reino. Ahora, aclaremos que la verdadera valentía no es la ausencia de miedo, sino la presencia de una certeza: Dios es nuestra recompensa y nuestra seguridad. Esta convicción libera para vivir de modo que la verdad del evangelio pese más que la opinión de la élite o la presión de la cultura. Y si algo nos pregunta el mundo, respondemos con la confianza de que el último veredicto es de Dios y no de los hombres.
Oración: Padre celestial, reconocemos que la verdadera valentía no proviene de nuestra fuerza, sino de Tu gracia obrando en nosotros. Te pedimos que nos liberes de la búsqueda de la aprobación humana y de la seguridad que ofrece el dinero, para que seamos libres para proclamar el evangelio. Que nuestra vida refleje una dependencia total de Tu aprobación y de Tu provisión, que respondamos con verdad y compasión ante un mundo que necesita oír la buena noticia, y que nuestro coraje vaya acompañado de amor y humildad. Fortalécenos para vivir con integridad, para soportar la oposición y para glorificarte en todo, sabiendo que la recompensa última es Tu reino y Tu presencia eterna. Amén
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Amén
Amén, ayúdame señor