Equipados para vivir en libertad

Publicado el 13 de noviembre de 2025, 2:28

“Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” Hebreos 2:14-15

La carta a los Hebreos nos recuerda, con la claridad de la revelación divina, que Cristo participó de nuestra condición humana para destruir por medio de la muerte al que tiene el imperio de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a todos los que por el temor a la muerte estaban sujetos a servidumbre durante toda la vida. El término “hijos” hace referencia a la descendencia espiritual de Cristo, a aquellos que por la fe han participado de Su obra y reconocen Su señorío; son, en consecuencia, llamados “hijos de Dios”. Al enviar a Su Hijo, Dios tiene en la mira especialmente la salvación de esos hijos, quienes forman parte de ese pueblo escogido en Cristo desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4). Si bien sabemos que “de tal manera amó Dios al mundo, que envió a Su Hijo”, la muerte de Jesús no fue por el mundo en abstracto, sino por aquellos que, aunque estaban en el mundo, le pertenecen al Padre por la elección previa para la salvación, razón por la cual murió Cristopara congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos(Juan 11:52).

Antes de la encarnación, Cristo existía como Espíritu, la Palabra eterna, la plenitud de la Deidad, “y la Palabra era con Dios, y la Palabra era Dios” (Juan 1:1). Se hizo carne y sangre, tomando una humanidad completa sin dejar de ser plenamente Dios. Este es un misterio insondable y, sin embargo, central para la fe cristiana: la razón de Su venida fue Su muerte. Él debía hacerse hombre para poder morir en lugar de los pecadores. Así, el propósito divino fue tomar forma de hombre, un mejor Adán en la historia de la humanidad para desarmar al adversario: nacer para morir, morir para vencer al que tenía el señorío de la muerte, al diablo. En la tumba del Salvador, fue destruida el arma más contundente del diablo contra los creyentes: la acusación basada en nuestro pecado. “Quien acusará a los escogidos de Dios, Dios es el que justifica” (Romanos 8:33). La base de esa justificación no es nuestra virtud sino la sangre de Cristo (Romanos 5:9).

Satanás permanece sin el poder de exigir nuestra pena de muerte cuando el Juez ha declarado justos a los redimidos por causa de la muerte de Su Hijo. Por ello, la muerte ya no tiene dominio sobre los que están en Cristo; estamos libres de la servidumbre de ese miedo. Dios, que los ha justificado en Cristo, no permite que ese decreto sea anulado por las asechanzas del enemigo, Él capacita a los santos para perseverar en la santidad. Y al establecer nuestra justificación, Dios quiere que esa seguridad se manifieste de inmediato en nuestra vida: que la victoria final sobre el último enemigo se traduzca en una vida de libertad práctica, un vivir sin temores, gozoso y recto ante Su gloria.

Oración: Señor, Te damos gracias por la obra de Tu Hijo, que nos libera del miedo a la muerte y nos declara justos por Su sangre. Fortalece nuestra fe para que confiemos plenamente en Tu decreto de gracia y vivamos en la libertad que produce gozo y rectitud. Que la certeza de nuestra salvación en Cristo transforme nuestro día a día, expulsando el temor y dando lugar a una vida de obediencia, amor y esperanza inquebrantable. Amén

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Comentarios

Shirley García
hace un mes

Amén

Yamileth
hace 25 días

Amén, amén, amén, Gracias mi Buen Dios por nuestro señor Jesucristo.