El problema soy yo

Publicado el 7 de diciembre de 2023, 5:37

La mayoría de los problemas que sufrimos en el mundo, en nuestra sociedad, en nuestra familia y en nosotros mismos, tienen una causa directa o indirectamente relacionada a la maldad que está en cada uno de nosotros, no puedo encontrar lo que está mal con el mundo fuera de mí mismo, porque la raíz del mal está en mí. Una característica de ese mal que reside en nosotros es que actúa como una enfermedad que nos enceguece y nos impide ver cuán terrible es nuestra situación. Es como un estado de embriaguez que nos hace sentir fuertes y capaces, cuando en realidad somos débiles y vulnerables. La Escritura enseña que, debido a que el ser humano es depravado y perverso, no puede apreciar su propia maldad a menos que una intervención divina cambie la disposición de su corazón. El Espíritu Santo utiliza la ley de Dios para convencer al mundo de pecado (Juan 16:8) mediante este conocimiento, nos damos cuenta de que, en nuestras propias fuerzas, es imposible que cumplamos lo que Dios pide. Este es el modo en que nuestros corazones quedan sedientos y listos para recibir el evangelio, es decir, la Palabra de Cristo que produce la fe que obra por el amor. Esta fe que el Señor crea es producida solo por el oír la voz de Cristo, y no por guardar y cumplir la ley. La ley puede cambiar tu conducta externa, pero no tu corazón. La ley te informa cómo debes vivir, pero nunca te transformará.

Exponerte al evangelio no consiste solo en escuchar y aprender la historia de Jesús, es más que eso. Cuando Dios nos convence de pecado también nos hace capaces de oír la voz de Cristo (el pastor de las ovejas) y al oír Su voz, Su Palabra crea la fe necesaria, para tener amor a Dios y al prójimo. Así como el Verbo de Dios habló y creó todo cuanto existe, Él dice la palabra y crea en ti fe de la incredulidad. Él obra en ti por Su Palabra viva, a pesar del mal que está presente en ti, hasta que te sea dado un cuerpo glorificado y sin pecado en el día de la resurrección. Después de esto nuestra realidad es cambiada, somos capacitados para andar en una nueva vida (Romanos 6:4) al poder considerarnos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo. El pecado ya no tiene autoridad para destruirnos, pero este es el inicio de una guerra con nuestra carne (Romanos 7:14-24) …estamos en Cristo, pero todavía estamos en un cuerpo de pecado ¡miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? El mal está en nosotros, pero al venir a Cristo todas las cosas para nuestra salvación ya están hechas. Gracias a Dios, tenemos a Jesucristo y al Espíritu de vida que nos libera (Ro 7:24 – 8:3). Oír la Palabra de Cristo nos libera y vivifica.

Ser convencidos de nuestra condición pecaminosa nos ayuda a quitar la mirada de nosotros mismos y ponerla en Jesucristo como Autor y Consumador de la fe (Heb 12:2). Es imposible apreciar la necesidad de la gracia, la misericordia y el amor de Dios hasta que comenzamos a sospechar que no somos tan buenos como solemos creer. Esta conciencia nos hace más humildes y misericordiosos, al darnos cuenta de que también nosotros pecamos de lo mismo que criticamos a los demás (Ro 2:1). Finalmente, al comenzar a entender nuestra condición somos impulsados a vivir en mayor dependencia de la gracia de Dios… porque el querer hacer el bien esta en mí pero no el hacerlo, necesito de la gracia que me capacita para hacer lo que es justo ante Dios… separado de Él y dependiendo de mí mismo no hay esperanza.

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