
“Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado; sino que en la ley de Jehová está su delicia, y en Su ley medita de día y de noche. Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace, prosperará” Salmo 1:1-3
Un aspecto del éxito que fácilmente rehúye nuestra atención es estar arraigado y cimentado en la Palabra de Dios. Esto, según el Salmo 1, es una marca clave de las personas de éxito. Los que son verdaderamente exitosos se deleitan en la Palabra de Dios, meditando en ella de día y de noche, pregonando la sabiduría de las leyes de Dios, es bastante acertado decir que este tipo de personas no son fáciles de encontrar en este tiempo. Por supuesto, ninguno de nosotros puede estar verdaderamente a la altura de semejante estándar de éxito. ¿Quién de nosotros se deleita realmente en la Palabra de Dios día y noche? La mayoría de las veces, nos distraemos fácilmente con cosas de mucho menos valor e importancia, ya sea Internet, libros, películas o series. ¿Quién de nosotros es verdaderamente fiel con los dones que se nos han dado, ya sea nuestro tiempo, talentos o posesiones? Desperdiciamos las oportunidades para hacer el bien a los demás, mientras gastamos enormes cantidades de estas cosas en nosotros mismos y nuestra propia comodidad. Si se nos juzgara según la norma de la Palabra de Dios, todos somos unos fracasados, unos siervos inútiles, que merecen ser arrojados a las tinieblas de afuera (Mateo 25:30).
Pero a pesar de todo esto, la belleza del Reino de Dios es que no se requiere el éxito para entrar. La puerta está abierta de par en par a los fracasados y a los pródigos, aquellos que han despilfarrado sus recursos en festines y vida desenfrenada o, en la acumulación miserable de cosas con las que pudimos haber bendecido ricamente a otros. Estas son buenas noticias para nosotros, pues en lugar de buscar primero el reino de Dios, nuestros corazones han atesorado cosas terrenales —cosas que se dañarán, y pueden ser robadas o perdidas— en vez de buscar cosas que tienen un valor eterno. Hemos perseguido la reputación personal y la aclamación, ignorando las demandas de la gloria de Dios sobre nuestras vidas y nuestras posesiones. Por eso necesitamos desesperadamente el éxito que Jesucristo logró en nuestro favor y que no parecía para nada éxito según la lógica habitual de este mundo. Él siendo en forma de Dios se despojó de sí mismo para tomar forma de siervo, siendo absolutamente rico voluntariamente se hizo pobre, y estando en esta condición se humillo aún más al ser crucificado, el castigo reservado para los criminales más atroces y despreciados (Filipenses 2:5-8)
Sin embargo, en todo esto, Jesús buscó la gloria de Su Padre por encima de Sus propios intereses, dando Su vida por los Suyos. Atesoró la Palabra de Dios en Su corazón y se deleitó en Su comunión con el Padre. Al final de Su sufrimiento, encomendó Su espíritu en las manos de Su Padre, confiado en que el precio que pagó cumpliría los objetivos del Padre... luego de tres días, resucitó triunfante y posteriormente ascendió al cielo, donde Su Nombre es ahora exaltado sobre todo nombre y un día, toda rodilla se doblará ante Él y reconocerá que Él es la verdadera medida del éxito.
Como resultado, todos los que están unidos a Cristo están vinculados para siempre a Su gloria. La medida de nuestro éxito no puede definirse por lo que logremos en esta tierra, sino que ya ha sido definida por el hecho de que estamos en Cristo. Esto es lo que nos hace libres para gastarnos a nosotros mismos y poner todo lo que tenemos en el servicio al Reino de Cristo. Y es esto lo que también nos libera de la culpa aplastante por nuestros fracasos pasados y presentes en tomar nuestra cruz y seguirle. El hecho de que yo “tenga éxito” o “fracase” —según cualquier criterio— en última instancia no cuenta para nada. Lo que cuenta es el hecho de que Cristo ha triunfado por mí, en mi lugar. Mi única esperanza y jactancia no descansan en mi fidelidad, sino en el hecho de que, ya sea yo rico o pobre, prominente o desconocido, débil o fuerte, mi fiel Salvador me ha amado y se ha entregado por mí. Ese es todo el éxito que necesitamos.