
. “Pues, ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?” (Marcos 8:36).
Esta es una pregunta que confronta a todos los corazones, tanto a los que han gustado las mieles de estar en la cúspide como a los que nunca han experimentado tal privilegio. Hemos dicho que, dado que el éxito no es intrínsecamente bueno ni malo, y que puede alcanzar tanto a piadosos como impíos entonces sería necio situar la naturaleza del éxito solamente considerando los factores externos y como evidentemente el éxito siempre implica un fruto evidente, tampoco podemos limitarlo a sólo factores internos o del corazón. Es más prudente tomar ambos aspectos y considerarlos a la luz de lo que la Palabra de Dios enseña acerca de la fidelidad y el dar frutos.
A veces, vivir de acuerdo con las enseñanzas de la Biblia dará lugar a un éxito terregal, como les ocurrió a José y Daniel, el éxito terrenal suele ser el subproducto de una vida recta. Sin embargo, otras veces, vivir con rectitud puede costarte el éxito mundano tal como sucedió también con José y Daniel. Ellos no solo experimentaron el éxito mundano debido a su fidelidad, sino que también experimentaron la pérdida del éxito mundano debido a su fidelidad. Podríamos decir que, en algunos casos, recibir el éxito mundano fue el fruto de la fidelidad y, en otros casos, perder el éxito mundano fue el precio de la fidelidad. Podemos resaltar que afortunadamente, el éxito mundano no tenía un gran control sobre sus corazones. Ellos estaban tan comprometidos con la fidelidad, que podían recibir o soltar el éxito mundano porque finalmente el éxito secular no era su objetivo. Considerando esto es correcto decir entonces que se necesita una gran madurez espiritual para ser exitoso, es prudente entonces rogar al Señor que nunca nos permita tener más éxito mundano del que puede soportar nuestra madurez espiritual Como pueblo de Dios, escogidos para Su gloria, deberíamos estar comprometidos a recibir y conservar el éxito mundano solo si ese éxito se produce y se conserva por medio de la obediencia fiel a la Palabra de Dios.: O como lo dijo el Señor Jesús “Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra” (Juan 4:34). La fidelidad a Su Padre, no la aclamación y los elogios de los hombres, era el corazón y la misión de Jesús. Pero digamos la verdad, en muchos sentidos, este compromiso hizo que Jesús no fuera muy impresionante a los ojos del mundo.
Lo fue en ese tiempo y para muchos lo sigue siendo hoy, tanto que hombres aparentemente eminentes son capaces de decir: “Jesús es un fracaso y la cruz es el fracaso de Dios” si como hicimos con Adán y Eva consideráramos humanamente las probabilidades de éxito de Jesús, probablemente sería el más opcionado para ganar el premio a la menor probabilidad de éxito… concebido aparentemente por fornicación (Juan 8:41), nació en un pesebre y se crio en una localidad de la que no se esperaba que saliera algo bueno (Juan 1:46) no había nada en Él que lo hiciera deseable ( Isaías 53:2) y ni siquiera tenía un lugar donde recostar la cabeza (Mateo 8:20). Ninguna de estas cualidades podría augurar el éxito y ese es precisamente el punto. el éxito de Jesús no se mide según el criterio del mundo. Si Adán y Eva pusieron al mundo de cabeza cuando se aferraron a la igualdad con Dios, al envanecerse, al desobedecer a Dios fue Jesús quien lo enderezó cuando “no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte”. (Filipenses 2:6-8). El hombre más exitoso que jamás haya existido parecía un fracaso a los ojos del mundo, pero a los ojos del Padre era un verdadero éxito, y el Padre “le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre” (Filipenses 2:9). La cruz es necedad para los gentiles y piedra de tropiezo para los judíos. Pero para los que son salvos, es la definición del verdadero éxito (1 Corintios 1:18, 22-24).