
“…vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos” Mateo 7: 11a
Por la misericordia de Dios, los seres humanos caídos aún tienden a conservar un amor natural por sus familias, pero el verdadero amor cristiano por nuestra familia es más grande que el afecto natural, porque ese amor no nace de la carne ni de la voluntad del hombre, sino que brota de Cristo y de Él crucificado ¿Cómo se ve este amor en la práctica?
Ninguna otra relación capta nuestro llamado a reflejar el amor de Cristo como lo hace el vínculo entre marido y mujer: las esposas en su sumisión y los maridos en su abnegado servicio (Efesios 5:22-25). Juntos, deben convertirse en mejores amigos a través de la vida que comparten en Cristo (Efesios 5:28-30). O, si el cónyuge de un cristiano no es creyente, entonces el creyente debe vivir con la esperanza de ganarle por el testimonio de su conducta (1 Pedro 3:1-4). Cuando llevar la cruz en el matrimonio atraviesa nuestras almas, debemos recordar que Dios diseñó el matrimonio por algo más que nuestra satisfacción: El matrimonio existe para la gloria de Dios. Unidos, el esposo y la esposa aman a sus hijos, con el hombre como el principal responsable: “Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos (Efesios 6:4). Esto trasciende las cosas de este mundo y abarca “en la disciplina e instrucción del Señor” Los padres cristianos deberían amar a sus hijos como profetas sujetos al gran Profeta, hablándoles la Palabra de Dios con pasión y amor (Deuteronomio 6:6-7). Deben amar a sus hijos como sacerdotes bajo el Sumo Sacerdote con tierna misericordia, intercesión diaria y adoración conjunta en el hogar y la iglesia (Hebreos 4:14-16). También deben amar a sus hijos como reyes bajo el Rey supremo, protegiéndolos de las influencias corruptivas y perjudiciales (Juan 10: 12-14), y gobernarlos con disciplina para entrenarlos en el camino de la paz (Isaías 9:6-7). Sin embargo, a pesar de todo esto ellos mismos no pueden salvar a sus hijos, ya que solo hay un Mediador, y el evangelio a veces divide a una familia como una espada (Mateo 10:34-36).
El amor de un niño por su padre y su madre se muestra en sumisión a su autoridad y receptividad a su instrucción, tal como Dios lo ordena (Efesios 6:1-3). Con el tiempo, los niños crecen y el amor requiere que los padres capaciten a los hijos mayores incrementando su libertad para vivir como miembros responsables de la sociedad. Deben sentir el peso de proveerse a sí mismos: “Si alguno no trabaja, tampoco debe comer” (2 Tesalonicenses 3:10). El amor nos guía a recibir a nuestros yernos y nueras como a nuestros propios hijos, y también a liberar a estas nuevas parejas para que formen sus propios hogares: deben “irse” para “unirse” (Génesis 2:24). No tenemos autoridad para seguir gobernándolos, pero siempre debemos amarlos, interesarnos por lo que Dios está haciendo en sus vidas y ser consejeros fieles. Los hijos adultos nunca dejan atrás el deber de honrar y amar a sus padres, ya que abandonar a sus padres ancianos contradice tanto la ley como el evangelio. Por su parte, los abuelos y bisabuelos deberían ser ejemplos de fe perseverante, orar mucho por sus descendientes y compartir la sabiduría de Dios con ellos, para que la bendición de Dios se extienda a más generaciones (Deuteronomio 7:9).
El amor familiar es una extensión del amor propio, pero la cruz infunde un amor sacrificial en nuestras almas. Cada fracaso en amar a nuestro padre, madre, hermana, hermano y a cualquier otra persona tiene su raíz en nuestro fracaso de abrazar a Cristo crucificado con una fe viva