Discípulos ¿Cómo le mostramos que le amamos?

Publicado el 19 de abril de 2024, 3:21

“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” Juan 14:15

A lo largo de Su ministerio, Jesús dejó claro a Sus oyentes que ser Su discípulo no era simplemente recibir una educación o incluso conformarse a un conjunto de principios éticos. Ser su discípulo significaba reconocerlo por lo que realmente Él es: el Hijo de Dios encarnado, el tan esperado Mesías, y, por lo tanto, reestructurar nuestras vidas para que se ajusten a los estándares de Su reino celestial.

Pero ¿a través de que medio un discípulo puede reorientar su vida para ajustarse a tal estándar? Jesús lo dijo de forma sencilla: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Juan 14:15) Esta corta frase puede parecer una afirmación sencilla y hasta simplista, pero si profundizamos en ella, encontraremos que nos enseña mucho sobre lo que significa ser un verdadero discípulo de Jesús. En primera instancia cabe resaltar que la motivación para la verdadera obediencia cristiana es y debe ser el amor, no el miedo. Como cristianos, queremos obedecer a Jesús no porque tengamos miedo de que recibiremos juicio si no lo hacemos, sino porque reconocemos quién Él es y lo que ha hecho por nosotros, y esto propicia en nuestras almas un profundo deseo de honrarlo con nuestras vidas. “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19), y es esa fuente de amor la que se desborda un profundo deseo de obedecerle.

Nuestra obediencia a Sus mandamientos es una de las características que nos distingue como aquellos que realmente le aman… tal como dijo en otra ocasión: “…por el fruto se conoce el árbol” (Mateo 12:33). Que seamos capaces de demostrar nuestro amor y gratitud con nuestra obediencia es evidencia que se nos ha dado Aquel otro Consolador prometido (Juan 14:16) no es posible rendirnos a Su señorío por nuestro propio poder, pudiéramos intentarlo, pero con toda seguridad abortaremos esta misión y nos convertiremos en meros hipócritas que hacen lo que deben sólo cuando son observados. Es el Espíritu Santo quien nos da el poder para hacer morir las obras de la carne y Él que está con nosotros en la tribulación, clamando que somos hijos de Dios (Romanos 8:13-17).

Pablo preguntó a los cristianos de Roma: “¿Qué diremos, entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde? ¡De ningún modo! Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Romanos 6:1-2). Nuestra salvación se basa, entera y completamente, en la justicia de Cristo, Su justicia atribuida a nosotros. La base de nuestra justificación está ÚNICA y EXCLUSIVAMENTE en la justicia de Cristo, no en méritos nuestros. Pero hay un fruto espiritual evidente en aquellos que han sido justificados: un reconocimiento de Jesús como el Rey, y un amor lleno de gratitud hacia Él que produce un deseo lleno del Espíritu de seguirlo y obedecer Sus mandamientos… ciertamente que nuestra salvación no depende de nuestra obediencia, pero con toda seguridad que nuestra obediencia es prueba inequívoca de nuestra salvación.

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