
“Tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y comenzó a afligirse y a angustiarse mucho” Marcos 14:33
Al concluir la cena de la Pascua la obra redentora de Cristo había iniciado, en ese momento Jesús, en Su humanidad perfecta, tendría que experimentar en Su propia carne lo que la Pascua simbolizaba. ¿Qué fue lo que realmente estremeció Su alma en el huerto de Getsemaní? La Escritura y la historia nos testifican de muchos creyentes que, enfrentados a la muerte por causa del evangelio, mostraron valentía. Sin embargo, ¿podemos acaso decir que fueron más valientes que Cristo? La respuesta es un rotundo no. Entonces, ¿Cómo pudieron hacerlo? La diferencia radica en que lo que Cristo enfrentó en la cruz, ningún otro discípulo Suyo lo ha tenido que soportar — ni lo hará en el futuro, ni siquiera aquellos cuya muerte también fue en una cruz.
En oración, Jesús clamó al Padre con un profundo temor: si era posible, que pasara de Él aquella copa. Pero también añadió: “No sea como yo quiero, sino como Tú” (Marcos 14:36). La copa, esa metáfora de la ira de Dios sobre el pecado, no era simplemente el miedo al sufrimiento físico en la cruz, sino la carga de la justa ira de Dios que se había acumulado a través de los siglos. Cada pecado, cada blasfemia, cada pensamiento y motivación desobediente, sería descargado en ese instante sobre Él y por ello Jesús sería molido por una ira divina que no conoce misericordia, para que nosotros, en Su misericordia, podamos escapar de esa misma ira. El sufrimiento de Cristo no fue solo el dolor físico, sino completa ausencia de la presencia del Padre (algo que ningún ser humano aquí en la tierra ha experimentado), el infierno concentrado en esa cruz. Es por esa obediencia a toda prueba que los que han creído y obedecido al Evangelio pueden acercarse confiadamente al trono de la gracia.
Si Cristo no hubiera bebido hasta la última gota de esa copa, el cielo vaciaría y el infierno se llenaría. La salvación para nosotros que por naturaleza somos hijos de desobediencia por ser esclavos de la voluntad de nuestra carne (Efesios 2:1-3) dependía de que Jesús fuese levantado del mismo modo en que Moisés levantó la serpiente en el desierto (Juan 3:14-15), así como la serpiente de bronce fue la provisión misericordiosa de Dios para pecadores moribundos, el Hijo fue levantado para que nosotros que nacimos muertos en nuestros delitos y transgresiones seamos librados de aquella muerte eterna que con toda seguridad alcanzara a todo aquel que se niegue a rendirse al señorío de Cristo (Apocalipsis 21:8). Para ese pueblo del desierto no hubo otro camino para escapar de la ira de Dios, así como tampoco lo hay para nosotros que al igual que ellos hemos menospreciado una y otra vez la voluntad de Dios cada vez que hemos escogido deliberadamente hacer aquello que sabemos no es lo que Dios ordena que hagamos.
Frente a la perspectiva de ser consumido por la ira divina, Jesús permaneció firme y obediente, por ello sólo Él puede ser nuestra ciudad de refugio confiable para ese día de juicio. La paga del pecado es muerte eterna, más la dadiva de Dios es vida eterna (Romanos 6:23) Aquel quien clamaba a gran voz en esa cruz ¡Padre porque me has abandonado! Era el Dios Hombre sufriendo el sufrimiento del infierno por ti y por mí. Si un día somos condenados, si un día nos despertamos sufriendo el infierno eterno no será porque Dios no proveyó para nosotros un Salvador, no, será porque nos negamos a mirar hacia Él… será porque despreciamos la voz de Dios que nos instaba humillarnos y vivir para gloria de Aquel que es el único que puede salvarnos… no será Dios quien nos arroje al infierno, seremos nosotros quien lo habremos escogido al rechazar a Aquel que es el único camino hacia el Padre (Juan 14:6).
La presencia del hombre en el infierno no es un testimonio de un Dios injusto o que hace acepción de personas, no, es el testimonio de nuestra maldad. Así como la salvación de unos pocos (en comparación con los muchos que se pierden) no es testimonio de la bondad del corazón del hombre, no, sino de la bondad de Dios que no sólo predestinó al Hijo para hacerse maldición en una cruz, Él también ofrece Su gracia para que podamos mirar a Cristo con fe. Ante todo esto, es necesario volver a preguntar ¿sabes lo que estás rechazando?
Oración: Señor Tú conoces mi condición, tal vez yo no niego la realidad de Tu obra, pero aún no he creído con una fe que gime de arrepentimiento. Señor Tú sigues siendo rico en misericordia, por favor ten misericordia de mí, ayuda mi incredulidad, abre mi corazón a Tu Palabra y ayúdame a creer. Haz lo que sea necesario para que yo pueda creer y obedecer al Evangelio para gloria de Tu Nombre. Amén
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Amén amén 🙏🙏🙏