
Tener la certeza de que no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que pertenecemos a Cristo es una verdad que transforma toda nuestra existencia, pues en ella encontramos un fundamento eterno e inquebrantable: pertenecemos a Cristo.
La idea de pertenencia es una de las fuerzas más profundas que puede definir nuestro sentido y nuestra identidad. Lo que somos, cómo actuamos, nuestras metas y deseos están arraigados en la relación en la que estamos con quienes nos rodean. La Biblia también nos presenta esto en términos de pertenencia: somos hijos de Dios, miembros de la familia celestial, parte del cuerpo de Cristo. En Juan 15:5, Jesús declara: “Yo soy la vid; vosotros los pámpanos. El que permanece en mí, y yo en él, ése lleva mucho fruto.” Pertenecer a Cristo no es una elección superficial, sino un vínculo vital que nos da identidad, seguridad y esperanza. Pero, ¿qué significa exactamente pertenecer a Cristo? No es un vínculo impersonal ni una relación de tiranía. Nuestro Salvador no es un tirano, sino un Dios amoroso que, en Su infinita misericordia, pagó con Su sangre para redimirnos. Como afirma la Biblia en 1 Juan 4:10, “En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados”. Dios nos ha librado no solo como criaturas, sino como hijos e hijas amados, en quienes promete estar en medio de cualquier circunstancia. Somos doblemente Suyos: por la creación y por la redención. Y esa pertenencia nos da una seguridad profunda: “¡Yo sé que mi Padre cuida de mí!”, podemos decirlo confiados, aún en medio de las peores pruebas.
Para quienes aún no experimentan esa certeza, la invitación del Evangelio es clara y llena de amor: ven a Cristo. No se trata de hacer una lista de buenas obras para ganarte Su favor, sino de abandonar tus propios esfuerzos y confiar en Su obra perfecta en la cruz. Él se entregó por ti para que puedas pertenecer a Su familia verdadera, para que tengas paz con Dios y esperanza eterna. Como declara Juan 6:37, “El que a mí viene, no le echo fuera”. Cristo no rechaza a nadie que venga con fe humilde a Él; Él llama en Su misericordia y en Su gracia nos recibe. Por otro lado, quienes ya estamos en Cristo, somos llamados a recordar diariamente esta gracia inmerecida. La pertenencia a Cristo no es una mera teoría, sino una realidad que debe moldear cada aspecto de nuestra vida. Nos ayuda a mantener una perspectiva correcta frente a un mundo caído, lleno de mentira y oscuridad. La realidad de nuestra pertenencia a Cristo nos empodera para vivir con esperanza, incluso en medio de las dificultades. Nos invita a someternos a su autoridad, a vivir en obediencia, y a esperar con paciencia la gloria futura. En Romanos 8:18, Pablo dice: “Considero que los sufrimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.” Nuestra esperanza futura en Cristo nos sostiene en la adversidad, y nos llena de gratitud por tener un Padre que cuida de nosotros en todo momento.
Finalmente, tener la certeza de que somos Suyos nos impulsa y nos desafía a vivir con propósito hoy. La promesa de la gloria futura y la seguridad de nuestra pertenencia a Cristo deben motivarnos a amarle y a obedecerle en cada decisión. No estamos en este mundo para hacer nuestra voluntad, sino para reflejar en nuestras vidas la realidad de quienes le pertenecen a Él. 2 Corintios 5:17-18 nos anima: “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas...” Si tú, aún no tienes este consuelo, te invito a venir a Jesús. Él es la roca firme en medio del mar agitado, la esperanza segura para el alma cansada. Ven a Cristo y recibe la obra perfecta de Su sacrificio en la cruz, confiando en que, en Él, eres adoptado como hijo de Dios y tienes una seguridad eterna. No pongas tu esperanza en tus propias fuerzas o en las cosas temporales de este mundo, que pasarán, sino en la fidelidad de Dios. Y si tú ya gozas de este consuelo, vive en constante gratitud y fervor, fortalecido en la certeza de que eres Suyo — por gracia, por misericordia, y por una promesa que nunca fallará. Que la certeza de nuestra pertenencia a Cristo sea la fuente de paz, gozo y perseverancia en medio de toda circunstancia, y que, cada día, podamos reflejar con nuestras vidas el amor y la fidelidad que nuestro Salvador nos ha dado…. En medio de un mundo que busca definir su propio destino sin considerar a Dios, recordemos: en Cristo hemos encontrado nuestro hogar y nuestra esperanza. Que esta verdad llene nuestros corazones de paz y nos impulse a vivir con valentía, confiando en el amor inquebrantable del Padre, en la obra perfecta del Hijo, y en la guía del Espíritu Santo que nos sostiene cada día. Amén
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