Invitados a la vida que permanece

Publicado el 20 de agosto de 2025, 3:05

“Vosotros no me elegisteis a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os puse para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé” Juan 15:16 NVI

Este pasaje enseña la verdad más importante de la gracia: no somos nosotros los que nos elegimos a Cristo, sino que Él en Su soberana decisión nos ha elegido. Esa elección no es un capricho divino, sino la seguridad de que la obra de Dios en nuestra vida no depende de nuestra capacidad, sino de Su fidelidad. Somos fruto de Cristo porque Él murió por nosotros; el único fruto que perdura nace en la cruz y crece cuando tomamos nuestra cruz para seguirle.

En Juan 12:23-24, Jesús habla de la hora en que el Hijo del Hombre sería glorificado y, enseguida, presenta la muerte del grano como la semilla que da fruto abundante: “de cierto, de cierto os digo, que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.” El llamado de Cristo a Sus discípulos —y a cada creyente— es tomar esa cruz y morir a la vieja vida para vivir una nueva vida en Él. El vivir cristiano no surge de una voluntad humana de lograr éxito, sino de una unión vivificante con Aquel que ya dio todo por nosotros. Es importante entonces, entender que cuando Jesús dice “no me elegisteis vosotros, sino que yo os elegí a vosotros”, no está desalentando la respuesta humana, sino afirmando la fuente última de nuestro llamamiento. Si la iniciativa es de Él, podemos descansar en Su promesa de que Él perfeccionará la obra que inició. No es la fuerza de nuestra determinación lo que garantiza la consecuencia de nuestra fe, sino la fidelidad de Aquel que nos llamó. En el dialogo entre la gracia soberana y la responsabilidad personal, la gloria de Cristo permanece intacta: Él es el origen y el sustento de todo fruto que permanece.

En este pasaje también podemos ver la realidad de nuestra condición antes de ser llamados: sin la intervención de Dios, “muertos en delitos y pecados” estábamos, ciegos, incapaces de responder al llamado. Pero Él nos llamó por nombre, nos dio vida juntamente con Cristo. Las ovejas oyen Su voz y Él las llama por nombre (Juan 10:3). Este acto de llamamiento no es meramente informativo, sino vivificante: nos introduce en una relación de dependencia constante de Cristo. Si el origen y la seguridad de nuestra vida cristiana es la elección divina, el objetivo inmediato es dar fruto; pero todo lo que hagamos debe hacerse “a través de una dependencia consciente y permanente de Cristo”. El fin de nuestro vivir, como recordó Jesús en Juan 15:8, es la gloria de Dios: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto y seáis así mis discípulos.” Entonces la finalidad no es la mera producción de resultados visibles, sino la demostración de una vida transformada por la gracia, que revela a Cristo de manera tangible. El final de la vida humana y del servicio cristiano no es nuestro reconocimiento, sino la adoración de Aquel que nos llamó, nos dio vida y nos dio un propósito duradero. El verdadero fruto no depende de nuestra estrategia, sino de nuestra dependencia de Cristo y de nuestra obediencia diaria a Su voz.

¿Está nuestra vida unida a la fuente de vida que es Cristo? ¿Estamos dispuestos a morir a la antigua forma de vivir para que el fruto de la gracia de Dios brote en nosotros y se extienda a otros? La autenticidad de nuestro cristianismo se define por dependencia continua con la Vid Verdadera y por la capacidad de permanecer de nuestros frutos, incluso cuando las circunstancias cambian. Amada iglesia, cultivemos una vida de oración en la que confiamos en la acción soberana de Dios para traer fruto; busquemos la gloria de Dios por encima de la seguridad personal, sabiendo que Él ya nos eligió y nos capacita para dar fruto; y, sobre todo, mantengamos la certeza de que el fruto que permanece no depende de nuestra habilidad, sino de la gracia que sostiene a quienes caminan tras Cristo. Que, al mirar la cruz y la resurrección, vivamos con la convicción de que nada ni nadie puede quitarnos el regalo de la vida eterna que nace en Cristo. Que nuestra acción sea menos una búsqueda de aprobación humana y más una respuesta humilde a la invitación del Maestro: ven, sígueme, y da fruto que permanezca.

En momentos de duda, volvamos a la voz que nos llamó por nombre, recordando que la gloria de Cristo está en juego en nuestra obediencia diaria. Y cuando el mundo nos pregunte por la esperanza que sustenta nuestras vidas, respondamos señalando a Aquel que nos amó y nos dio la vida: Jesús, el Autor y Consumador de nuestra fe. Amén.

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Comentarios

Shirley García
hace 2 meses

Amen