
"Vosotros sabéis que fuisteis rescatados de los caminos vanos que heredasteis de vuestros padres, no con cosas perecederas como plata ni oro, sino con la sangre preciosa de Cristo" 1 Pedro 1:18
Sin Cristo éramos prisioneros de nuestro propio pecado y del poder de Satanás. Los “caminos vanos” eran nuestros hábitos, prioridades y confianza engañosa que nos encadenaban a la muerte espiritual. Pero Dios, en Su misericordia, nos dio un rescate definitivo: Cristo pagó el precio para que se abriera un camino nuevo de relación con Dios. En 1 Pedro 2:24 se afirma que Él llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero, para que muramos al pecado y vivamos para la justicia. Este rescate no es una idea abstracta; es una realidad histórica y personal que transforma la identidad de cada creyente: de cautivo a hijo, de extranjero a miembro de la familia de Dios. La conversión a Cristo no es una serie de afirmaciones intelectuales, sino una comunicación de vida. Es nacer de nuevo por la palabra imperecedera de Dios, es abrazar el evangelio que genera fe que transforma. El evangelio nos introduce en una relación vivificante con Cristo: lo que antes parecía satisfacer fuera de Él ya no llena; Él es la roca angular, la piedra preciosa sobre la que construimos nuestra vida individual y la vida de la iglesia. En 1 Pedro 2:4-7 se describe esta respuesta: para los que creen, Cristo es precioso; para los que no creen, Cristo es la piedra que desequilibra y tropieza. Esta es la realidad que distingue a los discípulos: no es una perfección sin mancha, sino una devoción que anhela a Jesús con hambre y sed de Su Palabra, comunión y poder.
¿Cuánto vale Jesús? El reino de los cielos es descrito por Jesús como un tesoro. En la parábola del tesoro escondido en un campo, el hombre encuentra el tesoro, vende todo lo que tiene y compra el campo con alegría, porque el tesoro vale más que cualquier ganancia temporal que haya tenido hasta ese momento. Esta misma lógica debe regir nuestra vida: ver a Jesús como el tesoro que justifica, satisface y da vida eterna, y vivir en consecuencia. Cuando comprendemos el valor de Cristo, nuestras prioridades se ordenan alrededor de Su gloria y Su obra redentora. El gozo que nace de verlo como tesoro no se negocia ante pérdidas, persecución o sacrificios. Al contrario, esas experiencias se vuelven oportunidades para demostrar que nuestra esperanza está en Aquel que se dio por nosotros. La identidad del pueblo de Dios, descrita en 1 Pedro como linaje escogido, real sacerdocio, nación santa y pueblo adquirido, proporciona una base para la misión. Hemos sido elegidos para anunciar las maravillas de Aquel que nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable. No es casualidad que la gracia que nos salvó también nos capacite para testificar: cuando el corazón se asombra ante la preciosidad de Cristo, el testimonio fluye de manera natural. No debemos esperar una emoción momentánea para empezar a proclamarnos discípulos Suyos; la verdadera proclamación nace de una vida que ha sido cautivada por la gracia y que desea compartir esa gracia con otros.
Iglesia, la supremacía de Cristo debe movernos a una devoción ardiente, donde la alegría de Dios en Cristo impulsa una vida de obediencia y testimonio, con una fe que no se apaga ante la pérdida o la dificultad, sino que encuentra su combustible en la belleza de Jesús y en la certeza de Su resurrección. Porque no hemos sido beneficiarios de una mera mejora moral. Ha sido renovación radical: de tinieblas hemos pasamos a luz admirable. Esta gracia no admite intercambios mezquinos ni religiosidad superficial. Por ello, nuestra adoración ya no puede ser un rito vacío, sino una entrega de todo nuestro ser (1 Tesalonicenses 5:23) a Aquel que nos amó y nos redimió. Y en esa entrega, la gran comisión florece: anunciamos no por obligación, sino por asombro ante la gloria de Cristo, anunciamos a otros mendigos donde hemos encontrado pan que sacia verdaderamente.
Oración: Amado Dios que cada día recordemos la profundidad de nuestro rescate y la preciosidad de Aquel que dio Su vida por nosotros. Que el silencio de la incredulidad que nos rodea sea roto por un testimonio sencillo y poderoso: Jesús es suficiente; Cristo es el tesoro incomparable y vale la pena perderlo todo por Él. Oh Señor que Tu iglesia fortalecida por esta verdad, se levante como una comunidad que testifica, que cuida a los necesitados y que vive para Tu gloria. Amén.
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