
“Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” Jeremías 2:13
En medio de una cultura saturada por entretenimiento, publicidad y una visión que desplaza a Dios de los centros neurálgicos de la vida, surge una advertencia que no podemos ignorar: hemos cambiado la fuente que sacia la sed de nuestra alma. A través del profeta Jeremías Dios nos hace saber que “dos hemos hecho: le hemos dejado a Él, fuente de agua viva, y hemos cavado para nosotros cisternas, cisternas rotas que no retienen agua”. Esa imagen no es solo una crítica histórica; es una radiografía de nuestra condición presente cuando la centralidad de Dios ha desaparecido de la educación, el arte, la economía, la política e incluso la vida cotidiana. La ausencia de Dios en todas las esferas de la vida produce una devastación de las normas morales y del tejido social que nos sostiene. Cuando la gracia de Dios es ignorada o tratada como una opción entre muchas otras, la consecuencia no es solamente una pérdida espiritual individual, sino un colapso comunitario que afecta a todos, incluso a aquellos que creen seguir a Cristo. Nadie queda exento de las consecuencias de un olvido deliberado de la realidad de Dios; los pecados de los padres traen efectos a las generaciones futuras y la erosión de la verdad bíblica se siente cada vez más en cada rincón de la sociedad.
Sin embargo, como sal de la tierra, la iglesia no solamente debe acudir a las víctimas para aliviar el dolor visible; debemos confrontar la raíz del mal: la exclusión de Dios de la vida pública y la vida privada. Este alejamiento no siempre se manifiesta como oposición abierta; a veces toma la forma de relativismo suave, de secularismo que presume convivencia pacífica con la fe cristiana, o de ingenuidad que confunde conocimiento de Dios con la mera adhesión ritual a la religión. El desafío es claro: ¿qué significa vivir con una centralidad radical en Dios en cada área de nuestra existencia? La respuesta no es simplista ni sentimental; requiere una reconfiguración total de prioridades y un compromiso cotidiano de vivir para la gloria de Dios. La pregunta que debemos hacernos, como iglesia, es: ¿Quién está dispuesto a hacer de la gloria de Dios la regla que rige cada decisión que toma? Si suficientes personas —parejas, familias, trabajadores, docentes, líderes, estudiantes— moldearan sus vidas en torno a la realidad omnipresente de la Dios y Su gloria, la cadena de miseria podría romperse para las generaciones futuras. Pero ese despertar no ocurrirá por sí solo; requerirá de una Iglesia que, primero, reconozca la magnitud del desvío y, segundo, se comprometa a enseñar, vivir y testificar la soberanía de Dios en todas las áreas de la vida.
Así que la invitación hoy es a preguntarnos seriamente ¿mi vida manifiesta la suficiencia de Cristo como la fuente que sacia mi alma, o también estoy dependiendo de cisternas que no retienen agua? ¿Qué comunican mis decisiones y mi estilo de vida a los demás?
Oración: Señor Dios, reconocemos nuestra tendencia a apresurarnos detrás de cisternas que no retienen agua, cuando Tú eres la única fuente de vida que satisface para siempre. Te ruego por la obra de tu Espíritu, nos concedas un arrepentimiento profundo que destruya la idolatría de una vida centrada en lo que es temporal y ausente de Ti y de Tu gloria. Ayúdanos a reconstruir, en nuestras casas, iglesias y ciudades, una vida en la que el deseo de que Tu nombre sea santificado gobierne cada decisión, cada relación y cada proyecto. Señor que Tu iglesia, ese pueblo que Tú escogiste para llevar Tu nombre sea una comunidad que ya no se conforma con remiendos morales, sino que busca vivir conforme a la verdad de Tu Palabra, para que las generaciones venideras experimenten la abundancia de Tu presencia y la fidelidad de Tu reino. Amén.
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Amén
Ayudanos señor, amén.