
“Pelea la buena batalla de la fe; echa mano de la vida eterna a la que fuiste llamado” 1 Timoteo 6:12
En el pulso constante de nuestra existencia, la batalla no es contra fuerzas externas solamente, sino contra la raíz misma de nuestro pecado: la incredulidad. El pasaje con el que iniciamos nos recuerda que debemos pelear la buena batalla de la fe y aferrarnos a la vida eterna a la que hemos sido llamados. Considerando esto es posible decir que, si la justicia tiene como raíz la confianza en Dios, entonces cada atisbo de pecado nace cuando dudamos de Su fidelidad, de Su provisión y de Su poder para obrar en cada situación de nuestra vida para nuestro bien. La evidencia bíblica coloca este tema en el centro de la experiencia cristiana. La ansiedad, el rencor, la codicia, la envidia, la impaciencia, la amargura y el orgullo no son accidentes aislados, sino brotes que surgen de la incredulidad en las promesas de Dios. Cuando creemos que la seguridad, la satisfacción y el valor dependen de fuentes humanas —dinero, posición, placer o poder—, esa confianza torcida gobernará nuestras decisiones y revela la raíz de nuestro pecado. Pero cuando confiamos en Dios y en Sus promesas, nuestra vida empieza a estar alineada con Su gloria.
Existimos para la gloria de Dios. Esta no es una verdad abstracta; es el motor de cada respiro, cada elección y cada relación. Él nos creó para Su gloria, nos predestinó para ser Sus hijos y nos diseñó para vivir para Su gloria en todo lo que hacemos (Isaías 43:7; Efesios 1:6; Efesios 1:12; 1 Corintios 10:31). El camino hacia esa gloria implica una fe activa: creer que las promesas de Dios son seguras, confiables y suficientes para sostenernos en medio de la incertidumbre. Nada deshonra más a Dios que negar lo que Él ha dicho. Si nuestra meta es glorificar a Dios, entonces nuestra estrategia debe ser vivir por fe en Sus promesas día a día. Amada Iglesia, la fe no es un abstraído pensamiento; es poder que transforma vidas: aquello en lo que colocas tu esperanza influye en tus decisiones y en tu carácter. Si pones tu esperanza en riquezas, en prestigio, en ocio o en éxito, te convertirás en prisionero de esas cosas. Pero cuando tu esperanza se hunde en las promesas de Dios y en la presencia de Jesucristo, tu vida se transforma: las palabras, las prioridades y las acciones comienzan a obedecer a esa fe que declara que Cristo es suficiente. El ejemplo de Pablo lo ilustra con claridad: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20). Su vida cotidiana estaba sostenida por la fe en el Hijo de Dios que se entregó por él (Filipenses 1:19). Esta confianza no era una mera idea; era una práctica perseverante que daba fruto en medio de pruebas, dudas y debilidades. El profeta Jeremías describe a la persona que como Pablo confía en el Señor como un árbol plantado junto a las aguas, que no teme la sequía y que siempre da fruto (Jeremías 17:7-8). Esa es la imagen de la fe que no se rompe: una confianza que resiste, que perdona y que continúa dando fruto incluso cuando el terreno es áspero.
Cuán necesario es que seamos diligentes en identificar aquellas áreas donde la incredulidad se disfraza como preocupación, excusa o autosuficiencia. Que estemos dispuestos a revisar nuestras metas y recursos: ¿están alineados con la gloria de Dios o con beneficios temporales? Que estemos dispuestos a fortalecer nuestra fe practicando la perseverancia en la lucha de cada día, a través de una humildad que confiesa incapacidad, arrepentimiento genuino y obediencia que permanece.
Oración: Padre celestial, te damos gracias por la gracia que nos llama a una lucha que vale la pena. Ayúdanos a pelear la buena batalla de la fe con ojos puestos en Cristo el autor y consumador de nuestra fe. Vence nuestra incredulidad, aviva nuestra fe y haz crecer en nosotros una confianza profunda en Tus promesas. Que nuestras palabras, obras y deseos revelen que Cristo vive en nosotros y que, en todas las cosas, buscamos Tu gloria. Susténtanos con Tu Espíritu para que, incluso en la debilidad, sea manifestada esa fe que transforma el andar y glorifica Tu nombre. Amén
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Amén
Amen, amén.