
“Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman Su venida” 2 Timoteo 4:6-8
La vida cristiana es una carrera que exige disciplina, incluso cuando el cuerpo ya no responde con la misma fuerza. No se trata de una carrera reservada para los jóvenes sanos, sino de una lucha que alcanza a todos los creyentes, sin importar la edad, la enfermedad o la debilidad física. La pregunta no es si podemos correr, sino qué manifestaciones de fe sostienen nuestra marcha cuando las fuerzas flaquean.
La verdad central es que la carrera no se define por la potencia de la carne, sino por la fidelidad de Dios y por la esperanza del evangelio que no se apaga en la adversidad. Así como el apóstol Pablo pudo decir que terminó la carrera y guardó la fe, nosotros también estamos llamados a perseverar, a mantener la confianza en Cristo aun cuando la salud flaquea o cuando el tiempo parece escaso. La lucha que se nos pide no es simplemente contra las dificultades visibles, sino contra la incredulidad que intenta robar la esperanza. Peleamos la buena batalla de la fe cuando, a pesar de las pruebas, afirmamos que la gracia de Dios es suficiente y que Su propósito para nuestra vida permanece fiel. No se trata de fingir fortaleza, sino de descansar en la promesa de que la vida eterna ya fue asegurada por Cristo. En esa realidad, la lucha se transforma: ya no es una lucha para conservar la juventud o la vigorosidad, sino una lucha para sostener la confianza en Aquel que nos llamó a la vida eterna. La carrera, entonces, se corre con la mirada puesta en la meta que no se desvanece: la corona de justicia reservada para los que aman Su venida.
Terminar la carrera no depende de una explotación de energía humana, sino de la constancia de la fe en medio de las debilidades. La línea de llegada se cruza cuando, aun en la fragilidad, persistimos en la verdad de que Cristo nos sostiene y que la fidelidad de Dios es más fuerte que cualquier obstáculo. La comunión con la iglesia local juega un papel crucial en este trayecto: no corremos solos. Nos animamos unos a otros, restauramos a los descarriados, fortalecemos a los débiles y sostenemos a los que están a punto de desfallecer. En esa interdependencia se revela la belleza del cuerpo de Cristo: un cuerpo que, aun en la vejez o en la enfermedad, puede continuar avanzando hacia la meta, confiando en la gracia que no falla y en la esperanza que no avergüenza. La verdadera victoria no es la ausencia de dolor ni la ausencia de debilidad, sino la fidelidad perseverante en medio de la prueba. Nuestra vida, marcada por la gracia de Cristo, demuestra al mundo que la fe viva se afianza en la esperanza del evangelio y que la gloria de Dios es suficiente para sostenernos hasta el final. Amada iglesia que, al mirar atrás en el ocaso de nuestras vidas, podamos decir al igual que Pablo que hemos peleado la buena batalla, que hemos corrido la carrera y que hemos guardado la fe… que podamos tener la certeza que también hay una corona de justicia reservada para nosotros.
Oración: Señor, te damos gracias por la fidelidad de Tu gracia que no abandona a Tus hijos, incluso cuando el cuerpo envejece o se debilita. Ayúdanos a correr con perseverancia, a pelear la buena batalla de la fe y a mantenernos firmes en la esperanza del evangelio, sabiendo que en ti hallamos nuestra fortaleza. Que, en cada tramo de nuestra carrera, y especialmente en los momentos de mayor fragilidad, podamos aferrarnos a Tu palabra, a Tu amor y a Tu promesa de vida eterna, para que al final seamos hallados fieles, anclados en Ti y ofreciendo hasta nuestro último aliento un testimonio vivo de Tu gracia. Amén.
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