”ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos” Romanos 1:25
Toda la humanidad, por esencia, tiende a adorar algo. Como describe Pablo, también nosotros hemos servido a lo creado en lugar del Creador, y esa idolatría se manifiesta en muchas formas: dinero, reputación, poder, carrera, familia, y tantas otras cosas que ocupan el lugar de Dios.
Cuando adoramos a un ídolo, llegamos a convertir a Dios en alguien con poderes al servicio de nuestros deseos: Él está ahí disponible para entregar aquello que en verdad anhelamos y veneramos. Oramos y hacemos lo que se espera que hagamos, y si Dios parece cumplir, mostramos gratitud; si no lo hace, protestamos y nos alejamos. Pero la realidad es distinta: Dios está para ser el fundamento de nuestra vida, no para ser la satisfacción de nuestros deseos. Esta dinámica revela que nuestra conversión no cura de inmediato la idolatría subyacente, porque el corazón del pecado es, en su centro, la idolatría: amar y obedecer a algo creado en lugar del Único Dios Verdadero. Cuando hay ídolos en el corazón, el mandato de colocar a Dios en el primer lugar se vuelve una lucha continua, y esa lucha afecta nuestra identidad, nuestra seguridad, nuestro propósito y nuestra satisfacción, que tendrían que hallarse solo en Dios.
La importancia de este diagnóstico es mayor cuando recordamos que fuimos creados para la gloria de Dios; vivir para cualquier fin aparte de Él es entregar nuestras fuerzas a algo que, al final, resultará vano. Más aún, esa forma de vivir afecta a quienes están cerca de nosotros: si Jesús no es nuestra mayor pasión, nunca anunciaremos Sus virtudes a quienes no han creído ni obedecido al evangelio y serviremos a nuestro ídolo en silencio, disimulando nuestra adoración para evitar perder lo que creemos que nos define. El silencio que nace de esa adoración torcida es, en efecto, un testimonio débil de la verdad acerca de Cristo y, es lo que hace que la ira de Dios se revele desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad (Romanos 1:18) esto es algo que debemos vigilar, porque cuando el evangelio no se comparte con claridad, puede ser una señal de que el corazón aún busca otras satisfacciones más que la gloria de Dios.
Si en nuestra mente hay un claro concepto del evangelio y no hay testimonio explícito de la gracia en nuestras palabras y acciones, es señal de que nuestra vida está dividida. A veces decimos apenas lo necesario para conservar una buena conciencia—hablamos de la iglesia, del amor de Jesús, de lo bueno que es orar—, pero no enfatizamos de forma suficiente la necesidad de arrepentimiento, la condenación por el pecado, la realidad del juicio y la salvación en Cristo. La pregunta para cada uno de nosotros es: ¿qué es lo que nuestro corazón ama con mayor intensidad, qué tesoro buscamos y qué nos impulsa a hablar de Cristo? Si queremos anunciar a Cristo con fidelidad, primero debemos amar verdaderamente a Cristo; debemos pedir a Dios que obre en nuestros corazones con la gracia que hace posible que amemos más a Cristo y, en ese proceso, nuestro corazón sea libre de ídolos para que, al hablar de lo que amamos, hablemos de Cristo. Para que no llegue el día en que nos arrepintamos al recordar a quien nunca le hablamos de Cristo con la intensión de que fuese salvo, cuando ya no haya tiempo para hacerlo.
Oración: Señor Dios, te damos gracias porque Tú eres la Fuente de toda vida y el único Bien que satisface de verdad. Líbranos de buscar en cisternas rotas lo que sólo Tu gracia puede otorgar. Que nuestra confianza esté puesta en Cristo, el Agua Viva que sacia toda sed, que nuestra boca hablen de ti con claridad y valor de tal manera que sea evidente que Tú eres lo que más atesoramos. Que Tu Espíritu nos transforme, despojandonos a nuestros ídolos y fortaleciendo en nosotros una fe que comunique la verdad de Tu misericordia a aquellos que por estar sumidos en la ignorancia sufren la aflicción del mundo sin ningún propósito ni esperanza. Amén
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