“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a Su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” Génesis 1: 26-27
Dios dio al ser humano un inicio pleno y bueno, hecho a Su semejanza, creado para vivir en justicia y santidad. En aquella primera armonía, Adán caminaba en una seguridad que no tenía que ver con su fuerza, sino con su pertenencia a Dios y el señorío de Este sobre él.
Al principio el hombre fue creado desprovisto de vestidura, pero su desnudez no era fuente de vergüenza; era una condición de confianza ante el Creador, así era en el principio antes de que hubiese pecado en él. Pero cuando el corazón humano dudó del carácter de Dios y tuvo en poco Su mandamiento, la claridad y la seguridad de esa relación quedó turbada (Génesis 3:6). No es que la carne se volviera otra, sino que lo que estaba ya presente —la vulnerabilidad ante el pecado— se hizo manifiesto. La cercanía de Dios, que antes era deleite, empezó a anunciar un juicio para la seguridad humana. La alegría original fue contrastada con una conciencia quebrantada, no porque Dios cambiara, sino porque el ser humano decidió apartarse de la comunión con su Creador. Así se dio la entrada del pecado y, con él, la muerte espiritual y la pérdida de aquella justicia que antes sostenía la vida. Mientras tanto, el resto de la creación continuó su curso, ajena a esa vergüenza; sólo el hombre y la mujer cargaron, en su propio interior, la tragedia de haber sido desterrados de aquel estado de plenitud.
Hoy, la historia se repite en cada vida. Persistimos en una vergüenza que nos señala hacia adentro y al mismo tiempo hacia los demás. Sabemos, como enseña la Escritura, que Cristo juzgará “los secretos de los hombres” (Romanos 2:14-16). La vergüenza es dolorosa porque atestigua que nuestra conciencia no está alineada con la santidad de Dios. No es solo un sentimiento privado; es un conocimiento que no alcanzamos el estándar ante un Dios santo. Pero este dolor no termina en condena; la vergüenza, cuando se enfrenta a la gracia, nos empuja a la cruz. Allí, el alma descubre que la vergüenza que nos acosa ya fue cubierta por la justicia de Cristo. Ahora, no toda vergüenza es válida: existen humillaciones falsas, esas que se sostienen sobre estándares humanos que desvían la mirada de la gloria de Dios. La crítica debe ser discernida: ¿qué estándar mide mi valor ante Dios? Frente a Su santidad, no hay humanificación que resista la verdad. Reconocer la culpabilidad ante Dios no es huir de la desnudez; es reconocer que solo la ropa de justicia que Dios provee puede sostenernos. La vergüenza, entendida así, no es un obstáculo eterno, sino una gracia que nos dirige a la cruz y recuerda que nuestra cobertura ya está en Cristo.
Los animales no experimentan vergüenza en el sentido humano; porque ninguna otra criatura comparte la justicia de Cristo ni participa de la comunión que el Creador ofrece a los que son hechos a Su imagen. La vergüenza, correctamente entendida, es un don que revela el valor que Dios concede a la humanidad: la posibilidad de acercarse a Él por medio de la justicia que Él mismo otorga.
Oración: Señor Dios, te damos gracias por Tu gracia que, aun en nuestra desnudez espiritual, nos llama a Tu presencia. Que la vergüenza que sentimos al estar delante de Tu santidad nos conduzca no a la desesperación, sino a la cruz de Tu Hijo, donde hallamos las vestiduras de justicia que Tú nos das. Que nuestra esperanza no esté en nuestra perfección, sino en Tu misericordia redentora y en el Espíritu que obra en nosotros para conformarnos a la imagen de Cristo. Amén
Añadir comentario
Comentarios
Amén🙏🙏